SATURNO
- Los Cuentacuentos
- 10 oct 2019
- 11 Min. de lectura
Alejandra Ángeles Dorantes, Jalisco
1° mención honorífica del 1° concurso de cuento fantástico "El axolote", por Los Cuentacuentos.

Los pasillos del Museo del Prado son sin duda un deleite para los ojos de cualquier amante de la pintura, y también, por qué no, de los que no lo son tanto. Es inevitable ser sorprendido cada que tus pupilas se posan en una de las paredes o esquinas del recinto, tantas imágenes, tantas historias. Quedarse contemplando aquellas creaciones por varios minutos era incontrolable, al menos para mí, siempre había algo nuevo que descubría en cada uno de los cuadros que reposaban en el museo, era como si cada pintura me hablara y me guardara un secreto a la vez, que seguro me revelaría al día siguiente que la visitara. Esa sensación similar a la de un niño que se encuentra a punto de abrir un regalo fue la que me hizo hacer del museo mi casa, de esa manera le podría echar un vistazo a las pinturas no sólo empotradas en la pared, sino entre mis manos, podría ver de cerca las pinceladas que dan forma a las figuras y paisajes, los brochazos que mezclan los colores, que dan la luz, el movimiento, podría incluso imaginarme al artista creando su obra frente a mí, y fue así con el paso de los años que me convertí en el restaurador principal del museo. Ahora no sólo observaba los óleos, era partícipe de ellos, cada pintura que llegaba a mis manos me contaba un relato y dejaba una parte a revelar para nuestro próximo encuentro, como en las mil y una noches, los cuadros eran Scherezade, y yo, el sultán que esperaba ansioso la continuación del cuento que me narraban en cada entrevista. Algunas veces, cuando me encontraba sumido en mi trabajo y la imagen penetraba a través de mi mirada alcanzando mi mente, mis oídos se abrían, y era entonces que la voz del autor se hacía presente, podía escucharlo dándome instrucciones, lecciones, podía sentir su mano dirigiendo la mía, asegurándose que su obra no fuera manchada o destruida, o aun peor, que su esencia fuera ultrajada, si hay algo que destruye una obra de arte, en cualquiera de sus expresiones, es el robo de su esencia. Por la tarde noche, habiendo terminado las obligaciones y con el museo a puertas cerradas, me gustaba dar un paseo por los corredores, como antaño, recordar mis tiempos de turista y admirar ahora aquellos cuadros que poseían un poco de mí. Un sentimiento que provocaba latidos que se conectaban con el alma y con cada poro de mi piel, se apoderaba de mí, despertando y erizando cada uno de los vellos para culminar con mis labios dibujando una sonrisa que recorría la mitad de mi rostro, mientras mis ojos soltaban una que otra gota que brillaba cual diamante. En uno de mis paseos mi júbilo se vio interrumpido por un sonido, un ruido que cortó el silencio que predominaba en el lugar, parecía ser una bestia que devoraba con avidez a su presa, sus dientes clavándose en la carne se clarificaban en mis oídos, la saliva que envolvía el bocado y lo ayudaba a resbalar por la garganta del animal llegó a mi tímpano causando un escalofrío que me recorrió el cuerpo. Mi primer pensamiento fue un perro, pero ¿cómo le había hecho un perro para entrar en el museo estando este cerrado de arriba abajo? Decidí no buscar respuesta al cuestionamiento, y temeroso de que aquel animal pudiera estar dañando algo de valor incalculable seguí con precaución el sonido hasta arribar al pasillo de dónde provenía, al llegar se detuvo, la calma se volvió a apoderar del museo, y del perro que según yo podría andar rondando, ni rastro. Echando un vistazo descubrí que me hallaba en un corredor muy peculiar, uno que no inspeccionaba muy a menudo, la supremacía de los lienzos y bocetos era incuestionable, era lo que transmitían lo que me causaba repeluznos, la mayoría de ellas ya habían pasado por mis manos, mi mente había sido víctima ya de sus macabras narraciones y de las pesadillas que me provocaban, un oscuro pasado y una protesta se fundían en los grises y negros de los óleos. Pero había una, una entre todas que aguardaba por mí al final del pasillo, una que cada que nos cruzábamos simulaba decirme “te estaba esperando” y el sólo hecho de restaurarla provocaba en mí un nudo en el estómago que se transformaba en temor, ninguna pintura podría tener un cuento más sombrío que aquella que en esos momentos se hacía visible ante mí con cada paso que daba atraído hacia ella, preso de su embrujo que me obligaba a mirarla, a observar a aquél viejo cano, a soportar sus pupilas desorbitadas clavándose en mí, ese ébano de sus ojos penetrando el marrón de los míos, por un momento pude ver como hundía sus dedos en la carne del pequeño inerte que engullía con placer y brutalidad. − Impresionante ¿verdad? − me dijo un guardia sacándome de mi mundo. − Sí, en efecto, sublime, y a la vez… atemorizante. − La grandeza de Goya − respondió el policía − En efecto, la grandeza de Goya − contesté todavía absorto ante la pintura. Al percatarme que el guardia se marchaba, corrí tras el para evitar quedarme sin compañía alguna en aquel corredor. Al día siguiente todo parecía transcurrir con normalidad, al llegar a mi lugar de trabajo noté un cuadro de singular tamaño, al descubrirlo lo vi, era él, Saturno, no pude evitar dar un paso hacia atrás ante el dios que me observaba con un destello de satisfacción en sus negras cuencas, el encuentro que por mucho espero él y que tanto quise alargar yo se había dado. − ¡Marcos! ¡Mira con que belleza te tocará trabajar hoy! ¡Apuesto que es la única pintura que te faltaba por restaurar! Debes estar emocionado, aunque es una lástima que sólo la tendrás por un rato. − ¿Y eso por qué? − respondí intrigado a mi superior. − Bueno es que la restauración se hará por períodos, esta es una de las pinturas más visitadas del museo, comprenderás entonces que no podemos tenerla guardada por mucho tiempo, por lo que se tomó la decisión de restaurarla por partes, hoy trabajarás únicamente en los rojos. − ¿En la sangre? − Sí, exacto, en la sangre, y en la criatura por supuesto, mañana el lienzo se volverá a poner en exhibición y será hasta la próxima semana cuando vuelvas a ocuparte en ella, ¿quedó claro? − Sí, por supuesto − ¡Pues bien! ¡A trabajar! − añadió mi jefe dándome una palmada en la espalda y saliendo del cuarto, de inmediato acomodé el cuadro y comencé mi labor. Pasé delicadamente mi dedo enguantado para notar los colores superpuestos del óleo, las pinceladas dadas que en algunos puntos habían dejado rastros de grumos, una característica de la pintura oscura, me detuve en el malva de la sangre y empecé a pasar de forma sutil el pincel por cada gota, por cada línea, noté que con cada trazo la sangre adquiría un tono más vívido, me estremecí un poco, sacudí mi cabeza para volver a concentrarme y quitarle importancia a lo que mis ojos me habían mostrado. Me pasé después al cuerpo del bebé y realicé la misma acción, evité alzar la mirada hacia el dios, fue mi forma de evadir un contacto más profundo con la pintura, por alguna razón, no quería escuchar su historia, la sola idea me aterraba. Al terminar la tarde, el cuadro estaba listo para colgarse de nuevo, llamé a los guardias para auxiliarme, la colocamos en su sitio, ellos se marcharon y yo me quedé unos minutos más para asegurarme que todo estuviera en orden. Mientras revisaba la parte baja del marco una gota escarlata cayó en mi mano, me quedé absorto por unos segundos, observé detenidamente el círculo rojo que yacía en mi mano, levanté la vista poco a poco hacia la pintura con mi puño temblando para confirmar mi teoría; sangre, de la pintura escurría sangre, aquello que alguna vez fue sólo óleo rojo era ahora un líquido viscoso que caía en forma de pequeñas esferas sobre el piso, el cuerpo inerte del pequeño ya no era color, era carne. Mis ojos no podían creer lo que veían, el sudor me empapaba el cuerpo, comencé a respirar de forma alterada, el aire no me alcanzaba, salí del lugar sin volver la vista atrás. Pasó una semana en la cual las personas y los trabajadores se quejaban de las manchas color malva que aparecían debajo del cuadro, aunque parecían no darse cuenta que provenían de la pintura. Durante mis paseos de costumbre por las tardes, podía escuchar la sangre que escurría y goteaba, el sonido de cada gota que caía envolvía la atmósfera y el ruido de la bestia engullendo a su presa me taladraba los oídos, me negaba a creer que ambos efectos estuvieran relacionados, algunas veces me asomaba al corredor y miraba a lo lejos la pintura que yacía colgada sobre las manchas que caían de ella, mi miedo era demasiado para acercarme más. Saturno regresó a mis manos, esta vez para retocarle el rostro y los cabellos grises, tuve que realizarlo con sumo cuidado, la sangre que emanaba de la pintura manchaba de manera constante mis guantes, y la sensación de rozar la piel del cuerpo del pequeño con mi muñeca producía una corriente eléctrica que me cubría de pies a cabeza. Una y otra vez mis dedos sosteniendo el pincel flotaban sobre la pintura resaltando cada arruga, cada expresión; una molestia en mi antebrazo me hizo girar la cabeza, dejé la brocha por un lado y comencé a retirar lo que parecía ser un hilo, cuando lo hube quitado por completo mis ojos se agrandaron, frente a mí, mis dedos sostenían una larga cana, miré de reojo el cuadro, los cabellos del dios ya no eran sólo trazos, el terror me invadió cuando percibí mi reflejo en las enormes cuencas azabache de aquel ser, me miraba, juro por Dios, que me miraba. Mis caminatas por el museo se tornaban cada vez más sombrías, no podía detenerme a admirar los demás cuadros sin escuchar aquella mezcla de saliva y carne acompañada ahora de suspiros y gruñidos, el escarlata en el piso bajo la pintura seguía siendo cosa de todos los días. En ocasiones la curiosidad podía más que la zozobra que aquello me provocaba y decidía echar un vistazo para descubrir como los cabellos del dios se movían al ritmo de las ligeras olas de viento que pasaban por el corredor. Los músculos del rostro se movían con cada bocado, los dientes se hundían cada vez con mayor profundidad en la carne del crío que tenía en las manos, las arrugas se marcaban con cada engullida, y sus ojos, sus enormes ojos me miraban riendo, en momentos podía ver sus órbitas mover y en otros parpadear, un vapor salía de la nariz y boca del Saturno, respiraba, sí, respiraba. Siete días después ya tenía yo de vuelta al aterrador ser, me concentré en los brazos y el torso, la misión era casi imposible, las gotas carmín caían sobre mí a cada minuto, el escucharlo masticar me provocaba náuseas y el aliento que llegaba a mis oídos y rozaba mi cara me helaba la sangre. Mis manos se volvieron torpes, una que otra risita entre dientes del dios que observaba mis palmas temblequeando hacía que lloviera por mi cuerpo. Te burlas, le decía mientras marcaba las líneas con mi pincel, alcé la vista, sus labios dibujaron una mueca en señal de asentimiento, continué con la labor, su brazo despegándose y tratando de alcanzarme me hizo quitarme de un salto, mis pupilas se agrietaron ante la imagen, sus extremidades superiores se articulaban, sus dedos se fueron despegando uno a uno para luego volver a hundirse en el niño de la misma forma, su tronco, se expandía y contraía con cada bocanada de aire que jalaba, y la sangre, la sangre era más roja que nunca. Me estremecí, comencé a hiperventilarme y sin razonar más, hui del lugar para tratar de poner mi mente en paz. A la mañana siguiente el cuadro ya se hallaba en su sitio, una semana más la pintura permaneció en exhibición, una semana en la que a penas y asomaba la nariz por el pasillo donde se encontraba con el único propósito de confirmar que mis ojos no me habían mentido la última noche que la tuve conmigo. El dios se percataba de mi presencia y mientras comía, un extremo de su boca se ladeaba hacia la izquierda para dejar entrever una sonrisa a medias. A veces detenía su festín para estirar y relajar sus brazos dejando la huella escarlata de su palma en la pared, que, así como se pintaba se desdibujaba con lentitud hasta desaparecer por completo. No podía evitar que cada uno de los huesos de mi esqueleto sonara a causa de la dentera que el espectáculo me causaba. Palidecí el día que llegué al museo y lo vi de nuevo en el taller, yo, el mismo que moría por develar los secretos de cada una de las pinturas, me negaba ahora a continuar con esta. Los ojos de Saturno se clavaron entonces en mí, una fuerza se apoderó de mi voluntad y me obligó a continuar con el trabajo, en esta ocasión siguieron las piernas. Delineaba con mi pincel como si algo o alguien guiara mi mano por la figura, de vez en cuando, secaba con la manga de mi bata la mezcla de saliva y sangre que caía sobre mi cabeza para luego deslizarse por mi rostro, el aliento a muerto que se desprendía con cada masticada impregnándose en mis fosas nasales, me hizo devolver el estómago más de una vez. Al cabo de unas horas, Saturno estaba listo para volver a los pasillos del museo. Un poco más tranquilo decidí realizar mi ronda habitual por los corredores, la curiosidad no me permitió evitar el pasillo del dios, me quedé lívido al observar como Saturno se incorporaba y cambiaba de posición, sus extremidades inferiores que antes carecían de movimiento, ahora se estiraban y apoyaban marcando los músculos y las venas que se extendían por el cuerpo entero. Durante los días que siguieron, el sonido de sus pasos se mezcló con el escucharlo comer y respirar. Mis visitas se repetían cada tarde, por una u otra razón mis piernas siempre me acercaban a aquella galería, me detenía por unos segundos, para luego reanudar mi caminar como soldado que se desliza en el campo contrario, me aproximaba como animal que acecha a su presa, sólo mis ojos y una parte de mi rostro se dejaban ver por la esquina fijándose en el fondo del pasadizo, algunas veces lo encontraba sentado, otras de pie, y tantas más en su posición habitual devorando al crío. Mi mente viajaba entonces al mito de Saturno, contándome la historia una y otra vez, una pregunta me asaltaba, ¿será que en cada visita que le hago, es otro de sus hijos al que engulle, es otro cuerpecito en el que hunde sus dedos y clava sus dientes? Seguramente así era y mi mente de restaurador pasaba entonces a convertirse en la de un arqueólogo ante el descubrimiento de su vida, disipando un poco el temor que el saberlo con pulso me ocasionaba. Una de esas tantas tardes me acerqué como de costumbre al corredor, imitando mi rutina diaria, me detuve en el rincón de siempre, dirigí la mirada hacia el frente, un cuadro sin más pintura que un fondo negro se hizo visible ante mí, mis ojos se salieron de sus órbitas, di unos cuantos pasos hacia el lienzo, una mano helada se posó entonces sobre mi hombro. Una sensación como la de aquel que espera la resolución de su condena se apoderó de mí, un aliento fétido llegó hasta mis oídos y nariz, giré la vista hacia la mano color malva, las gotas escarlatas que escurrían de cada uno de sus dedos se extendieron hasta los míos, un suspiro seguido de una risa, me hicieron cerrar los ojos por unos instantes. Al abrirlos, un hombre de cabellos grises y mirada azabache me observaba atentamente, quise pronunciar palabra, pero un objeto en mi boca me lo impedía, el viejo sonrió y alzando su brazo cubierto por la manga de una bata blanca, comenzó a delinear con el pincel que sostenían sus dedos los trazos marrones de mis pupilas.

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