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ROBIN, ELLA HA TOMADO TU CUERPO

  • Foto del escritor: Los Cuentacuentos
    Los Cuentacuentos
  • 10 oct 2019
  • 7 Min. de lectura

Carmen Arely Cadena Pérez, Jalisco

3° mención honorífica del 1° concurso de cuento fantástico "El axolote", por Los Cuentacuentos.



Robin Walden tenía veinte tres años. Desde niño se imaginaba lo que sería ser otra persona, le parecía divertido, pero ya no más. Porque Robin Walden tenía un problema, estaba seguro de que alguien se apoderaba de su cuerpo. Todo empezó una mañana, era primero de mayo, el primer satélite artificial había sido lanzado el año pasado. Robin Walden, habitante de Loja, se dirigía a la universidad cuando la primera lluvia del mes le hizo cambiar de ruta: dobló por Eloy Alfaro, pero la lluvia lo superó, así que en la calle Philips se resguardo bajó una parada de autobuses; la lluvia no escamparía pronto, los rayos caían como no lo habían hecho hace mucho. Una anciana, viendo al pobre joven, le abrió las puertas de su negocio. Robin estuvo ahí durante tres horas. Al principio le asustó, porque aquella mujer era a quien conocían como “la bruja de Loja”, dueña de una tienda de antigüedades. Luego de un rato, pese al hermetismo de la anciana, Robin se sintió muy cómodo platicando con ella. Conoció de la historia de algunos objetos de la tienda. Escampó. Robin se disponía a irse. —Espera.- La anciana lo detuvo y le extendió la mano con un hermoso reloj de arena. –Me ha llegado desde Japón, solo existen dos hermosos ejemplares, yo tengo uno, el otro está perdido. -Dijo mirando el reloj asombrada.- Le perteneció a varias generaciones, pero no llama demasiado la atención de la gente, así que tómelo. Robin se negó al principio, pero la belleza del reloj era tal, que terminó aceptándolo. —Solo no le de vuelta, es solo de decoración. No afecte la vida de nadie. Robin no entendió, pero agradeció el detalle y regresó a casa, puso el reloj en su librero y no le prestó más atención. Pero luego de unos días, Robin empezó a darse cuenta que, sin importar el lugar ni la hora, se quedada dormido. A veces despertaba en el mismo sitio donde se había dormido y otras en lugares lejanos. Al principio fue por lapsos cortos, pero luego dormía casi por días enteros. Pensó que quizá la bruja lo había hechizado, pero luego descubrió que era algo más grave al comentarlo con sus amigos y familiares: Robin no se quedaba dormido, nadie lo había visto dormirse. Lo único que ellos habían notado es que solía actuar de forma extraña, haciendo cosas que jamás hacía o cosas que no le gustaban, olvidando nombres, luciendo ropa distinta. Se le detuvo el corazón al oír eso, porque él no recordaba nada, él juraba que dormía. Y, pasados algunos meses, comenzó lo más grave: la gente empezaba a olvidar su nombre, varios lo desconocían totalmente. Luego de pensarlo mucho, se convenció de que alguien más se estaba apoderando de su vida. Cada vez que regresaba a su cuerpo de aquellos sueños se sentía débil, cada vez se sentía menos dueño de sí, al punto de que no se distinguía en el espejo; su reflejo iba perdiendo nitidez, su cuerpo perdía fuerza. Estuvo así durante varios meses, debilitándose, negándose a la idea, hasta que se atrevió a ir a la tienda de antigüedades. Entró, saludo a la anciana, pero no sabía cómo empezar. — ¿Ha tomado tu cuerpo? – Le preguntó la anciana, mientras lo miraba fijamente. Y Robin se espantó, acababa de confirmar la idea que le daba vueltas en la cabeza. —Sí, pero… quién… cómo… -Tuvo que sentarse. La anciana le trajo un vaso con agua, Robin estaba temblando. — Los relojes tienen un fallo, - comenzó la anciana. – Son una conexión entre dos tiempos, el suyo y aquel, donde sea que se encuentre el otro reloj, por eso era preferible no girar el reloj, porque quien lo hiciera primero tenía la ventaja. Y alguien lo hizo antes que usted. La persona que tiene el otro reloj lo ha volteado, el problema es que le ha gustado su vida, Robin. Se está apoderando de su vida a través del reloj. Ambos están desapareciendo, la diferencia es que la otra persona va desapareciendo de su vida para quedarse con la de usted, y usted no tiene donde refugiarse. Lo mejor será que lo destruya. – Dijo la anciana mirando el hermoso reloj. Robin no entendía. —No hay tiempo para explicaciones. Si quiere evitar que le consuma la vida aquella persona, tendrá que destruirlo lo antes posible, Robin. Se fue de ahí, con más dudas que certezas, pero empezó a correr. Lloraba, hacía un esfuerzo increíble para su cuerpo tan debilitado. Subió a lo más alto de su casa. Miró el reloj en su mano, y en un acto ciego de fe, a sabiendas de que quizá no serviría, de que esa era una idea absurda, aventó el reloj desde la azotea de su casa. Lo vio caer. Vio como las arenas doradas del tiempo iban y venían… Cualquier tiempo pasado fue mejor… Decía Jorge Manrique en las coplas por la muerte de su padre, y era la única frase que Amelia Brown recordaba. ¿Y qué es el presente si se puede vivir en el pasado? Decía ella. Ferviente coleccionista de objetos antiguos, creía con firmeza que los mismos tenían destinos que se podían repetir, que podían ser cambiados. Amelia tenía veinte siete años, vivía en Quito, cerca de la Ciudad Mitad del Mundo. La guerra del Cenepa había ocurrido hace poco. Disgustada con su vida, tenía una curiosidad por descubrir todo lo que la rodeaba, en especial el pasado. Esto la motivaba a visitar los lugares más extraños, hacer las cosas más locas. Era primero de mayo, la primera lluvia del mes caía en Quito. Impulsada por un folleto bastante extraño que llegó a su casa, fue a visitar una tienda de antigüedades, a las afueras de la ciudad. Ahí, compró un reloj de arena, atendida por una joven que la vio entrar en la tienda y sin decirle más, le mostró el reloj con una sonrisa. —Ha pertenecido a varias generaciones de familias en Japón. Existen solo dos ejemplares, pero del otro se desconoce su paradero. El reloj la ha elegido. Amelia no podía dejar de admirar la belleza de aquel reloj: sus dos receptáculos eran de cristal, reflejaban de forma increíble la luz; la arena parecía más bien oro; la base de tres patas estaba hecha totalmente de madera, complemento de su gran belleza. Amelia se entusiasmó. El reloj tenía algo que la cautivaba, que la llamaba. Lo compró. —Lo olvidaba – le dijo la joven, cuando estaba a punto de irse. –Cuando llegó, en las instrucciones decía que no debe ser volteado, es solo de decoración. No hay mucho de su historia, pero tómelo en cuenta. —Lo haré – contestó Amelia. Agradeció y se fue, segura de que había hecho una gran elección. Esa noche no pudo dormir. Miraba el reloj de arena, la llamaba, aquella precaución que le había dado la joven no le dejaba de rondar por la cabeza. Desesperada, volteó el reloj. Pudo dormir al fin. Abrió los ojos. El sol le daba en la cara, estaba amaneciendo. Se encontraba en una habitación que no era la suya, todo era distinto. Se levantó y se vio en el espejo, ella era distinta. No era ella. Se asomó por la ventana: las casas eran diferentes, todas pintadas del mismo color. Se oía una música a lo lejos; todo recordaba una época ya vivida. Entró en pánico, creía seguir durmiendo, así que hizo todo por despertar. Nada servía. Miraba a su alrededor, lo único conocido era el reloj de arena en el librero, así que, dudando, lo volteó, con la adrenalina latiéndole todo el cuerpo. Abrió los ojos, estaba en su habitación. Amanecía. Las nueve y siete de la mañana. Ese día no pudo dejar de pensar en lo que había pasado, ni siquiera atinaba a admitir si había sido real. Pero la curiosidad recorría el cuerpo de Amelia. Eran las seis de la tarde, llegó del trabajo y volteó el reloj nuevamente. Luego de varios meses, lo fue entendiendo poco a poco: al dar la vuelta al reloj despertaba en el cuerpo de un joven de un tiempo pasado, llamado Robin Walden, que vivía en Loja; al voltearlo de nuevo, regresaba a su vida. Aunque sin entender si al darle la vuelta al reloj entraba en un sueño o si en verdad estaba pasando, se dispuso a vivir aquella vida que el reloj le permitía, por fin se lograba su sueño, cambiar su vida. La vida del joven no fue un obstáculo, se comunicaba con sus amigos y familiares, a veces asistía a sus clases; le fascinaba. Estaba viviendo como siempre lo había deseado. Al principio iba ahí cada que podía, pero luego fue descuidando poco a poco su vida; cada vez se sentía menos como Robin y más como ella, a veces creía reconocerse en el espejo, en una ocasión un amigo de Robin la llamo por su nombre, Amelia, en seguida se disculpó, no entendió porque le había dicho así. Pero ella entendía lo que pasaba, en Quito su reflejo se estaba borrando, muchos la habían olvidado, ni siquiera se veía en el espejo; se estaba quedando con el cuerpo de Robin, con su vida. La idea de quedarse en Loja, de tomar la vida de Robin la entusiasmaba, estaba segura de que iba a quedarse en el mundo descubierto, en el mundo soñado. Sonreía. Se dispuso a darle la vuelta al reloj, ya tenía su plan establecido. Pero el reloj caía. Las arenas doradas del tiempo iban y venían… Abrió los ojos. Amanecía. Las nueve de la mañana. Era dos de mayo, en Quito salía el sol de entre las nubes grises. Amelia tenía que ir a trabajar. Miró el reloj de arena, justo al lado de su cama. No había pasado nada, como con los objetos anteriores. La esperanza de que cambiara su vida en Quito le latía con menos fuerza cada vez. En Loja, Robin Walden oía la lluvia: los rayos caían cerca, el viento soplaba, las cosas volaban. Las clases en la universidad continuaban; miraba por la ventana y se preguntaba qué se sentiría ser otra persona, se rió de la idea, y siguió atento en lo que escribía.



 
 
 

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